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    María Natalia: la niña que venció al cáncer con amor, fe y una sonrisa


    El 17 de marzo de 2017 no fue un viernes cualquiera. Fue el día en que el tiempo se detuvo para una familia entera. No por una tragedia repentina, sino por una revelación lenta y dolorosa que cambiaría cada respiración, cada silencio, cada oración de quienes rodeaban a una niña de apenas dos años. Ese día, la palabra leucemia se coló en la vida de María Natalia como una sombra espesa, difícil de entender y de aceptar.

    “Cuando un hijo recibe un diagnóstico de cáncer, todos somos diagnosticados en la familia”, dice Carolina, la madre de María Natalia, con una serenidad que no le pertenece, mientras aprieta la mano de su hija como si de ese gesto dependiera su fortaleza.

    La escena se impregna en la mente y en el corazón de quienes la presencian. La pequeña María Natalia, valiente, frágil como una flor de papel, sonríe tímidamente sin saber que su historia, marcada por el dolor, también es una cátedra de amor.

    Una hija inesperada, pero no indeseada

    María Natalia no fue una niña planificada. Pero, desde el instante mismo en que Carolina supo que estaba embarazada, la amó con la intensidad de quien encuentra un regalo inesperado del cielo. Fue un embarazo que trajo consigo la transformación de dos adultos en padres de una niña, y el nacimiento de una alegría que inundó su hogar como una melodía nueva.

    Sin embargo, cuando apenas tenía dos años, María comenzó a cojear, acompañada de fiebre alta y dolores corporales tan intensos que la hacían llorar sin consuelo. Sus padres la llevaron a emergencias, una, dos veces. En ambas ocasiones la despacharon con diagnósticos simplistas: “una gripe común”, dijeron los médicos. Pero una madre lo sabe. Una madre siente cuando algo está mal.

    “Esa tercera vez yo fui con ella”, recuerda Carolina. “Las otras veces había ido su papá porque teníamos otro niño de cuatro años en casa. Pero ese día, le dije a la doctora que no estaba de acuerdo con el diagnóstico. Y gracias a Dios, accedió a hacerle un hemograma”.

    Ese análisis de sangre fue el principio del fin de la normalidad. “Los valores estaban por el piso: 6 de hemoglobina, cuando lo normal es 12; menos de uno en glóbulos blancos. Todo el hemograma era una constelación de estrellas, esas que marcan lo que está fuera de rango. Y no había ni una sola línea en valores normales”.

    Al consultar con especialistas, todos esperaban que la enfermedad que azotaba el pequeño cuerpo de María Natalia, fuese dengue o falcemia, sin imaginar el monstruo que se escondía detrás de las estrellas marcadas en el hemograma.

    El hospital se convirtió en su nuevo hogar. La hematóloga, con voz neutra, anunció lo que nadie esperaba oír: “Lo que vemos son células de leucemia en la sangre de María Natalia”. En ese instante, todo cambio para siempre.

    La odisea de una madre

    El protocolo era claro: había que tomar una muestra de médula ósea y enviarla a Estados Unidos. En ese momento, República Dominicana aún no contaba con las herramientas necesarias para identificar el tipo de leucemia con precisión. Mientras tanto, la pequeña María necesitaba transfusiones de sangre para poder resistir la intervención.

    Los resultados llegaron en cuatro días. El diagnóstico fue un golpe implacable: leucemia linfoblástica aguda, el tipo más común en niños. Y, gracias al cielo, el país contaba con el protocolo adecuado para tratarla. El tratamiento comenzó de inmediato, ese mismo día.

    “Me dijeron que duraría dos años y medio. Me pareció una eternidad. Uno no está preparado para recibir un calendario con tanto dolor”, dice Carolina. “Y peor aún, que el primer procedimiento, la intratecal, una quimioterapia inyectada directamente en la columna, debía hacerse sin sedación, porque no había máquina para ello”.

    Durante un año, María Natalia soportó esas punciones despiertas, sujetada por las manos firmes pero amorosas del personal médico y su madre. Pero con el crecimiento, la fuerza de la niña superó a quienes la sostenían. Tuvieron que trasladarla a cirugía de adultos, porque no había quirófano pediátrico ni UCI infantil.

    Cada procedimiento era un parto emocional. La punción lumbar se parecía a la anestesia de una cesárea: una aguja larga, invasiva, en medio de una espina dorsal diminuta. María lloraba, Carolina también. La madre lo hacía en silencio, para que su hija no la viera quebrarse.

    El aislamiento: vivir en una burbuja para sobrevivir

    El cáncer impone su ley. Exige aislarse del mundo. Una simple gripe podía matar a María. Su familia entera se confinó. Dejaron de recibir visitas. Dejaron de vivir como una familia “normal”. Cada salida, cada interacción, era una amenaza. Y pese a todos los cuidados, el 4 de abril de 2017, menos de un mes después del diagnóstico, María entró en cuidados intensivos. No en una unidad pediátrica, porque no existía, sino en la UCI de adultos.

    Una simple gripe se convirtió en un neumotórax. El absceso reventó, llenando su cavidad torácica de pus. Los médicos esperaban una sepsis, pero no llegó. “Fue un milagro. Todos sus órganos estaban rodeados de líquido infectado. Pero ella resistió. No sé cómo”, dice la madre, siete años después.

    La enfermedad fue costosa e inhumana. Afortunadamente, contaban con un seguro médico y un plan adicional para enfermedades catastróficas. Pero, incluso así, hubo gastos imposibles de evitar: sangre que había que comprar, plaquetas inaccesibles, equipos inexistentes.

    Aun así, Carolina recuerda ese tiempo con gratitud: “Vi familias que sufrían mucho más que nosotros. Nos sentíamos sostenidos por el amor de todos. Por la fe. Por los médicos que se volvieron tías para María. Por las enfermeras que eran casi ángeles”.

    El hospital se convirtió en su segundo hogar. María jugaba, reía, comía arroz con habichuelas que no eran como las de su abuela, pero servían para engañar al alma. Su muñeca Lili la acompañaba en cada ingreso, como un amuleto de esperanza. Con el tiempo, su hermano José Carlos pudo volver a verla. Habían pasado días sin abrazarse. Cuando se reencontraron, fue como si el mundo respirara otra vez.

    El toque de campana

    Después de años de quimioterapia, de pinchazos, de madrugadas en vela, de oraciones rotas y reconstruidas, llegó el día más esperado: el toque de campana. Esa campana que los niños tocan cuando terminan el tratamiento. Esa que anuncia, al menos por ahora, que el monstruo del cáncer ha sido vencido.

    María Natalia llevó un vestido rojo, el mismo que Carolina había guardado sin saber por qué. Lo usó como armadura, como símbolo de victoria. Tocó la campana con fuerza. No por ella, sino por todos los niños que aún están en tratamiento. Por los que no lo lograron. Por los padres que no encuentran consuelo.

    “Fue agridulce”, dice Carolina. “Mi papá, que tanto sufrió por el diagnóstico, ya no estaba con nosotros para ver a su nieta sanar. Pero fue el momento más feliz. Ese día, sentí que todo el dolor había valido la pena”.

    Hablamos con María Natalia

    Hoy, María Natalia es una niña risueña, conversadora, sabia más allá de su edad y recuerda su enfermedad como una señal de que detrás de la tormenta viene la calma.

    Define su estadía en el Instituto Nacional del Cáncer (Incart) como muy tranquila y divertida. Recuerda con cariño el trato afable de médicos, enfermeras y todo el personal, quienes se convirtieron en sus mejores amigos.

    “Siempre tenía hambre y lo único que quería comer era arroz con habichuelas”, dice entre risas. Sin embargo, el miedo se esconde detrás de su sonrisa. Vive con un miedo que no desaparece, porque el cáncer no se olvida: solo se guarda en un rincón donde ya no grite tanto.

    María Natalia recuerda a sus dos amiguitas de quimioterapia, Denise y Nora, con quienes jugaba a las muñecas en los pasillos del hospital.

    “Cuando toqué mi campana tenía un poco de miedo, pero me convencieron porque me dieron una muñeca y si era por la muñeca yo lo hacía; en ese momento que toqué, todo el mundo me miró y yo fui el centro de atención, algo que por cierto me gusta mucho, todos me aplaudieron y celebraron conmigo que había vencido al cáncer”, narra con una sonrisa acompañada de muchas lágrimas de felicidad.

    María Natalia venció. Pero como ella dice: “a los otros niños que tienen cáncer, les digo que tengan fe. Que crean en ellos. Que sigan siendo niños. Que no dejen de soñar”.

    Al día de hoy, la familia de María Natalia sobrevive con el miedo de que ese monstruo vuelva a aparecer en sus vidas, pero también viven con la alegría de decir que con amor, entereza y alegría, se puede vencer el cáncer.

     



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