Cirila Pérez Vizcaíno nació y creció en El Higüero, a orillas del río que le dio trabajo y sustento durante años. En junio de 2015 había pasado por una revisión médica meses atrás y todo estaba bien. Pero al escuchar en la televisión una campaña sobre la prevención del cáncer de mama, decidió hacerse un autoexamen.
“Me toqué y sentí una bolita. Dije: yo voy a que me vean esto”. Lo que comenzó como una simple sospecha se convirtió en el inicio de una dura batalla por su vida.
En la maternidad donde acudió por primera vez, le dieron cita para tres meses después. “Me dijeron que volviera en enero, pero yo no podía esperar. Yo sentía algo raro”, recuerda con la mirada pensativa. Esa urgencia fue su primer acto de valentía.
Buscó otro médico, quien le dijo que para realizarle la biopsia a esa masa que tenía debía de comprar la aguja de su bolsillo y en solo cinco días ya tenía un diagnóstico: cáncer de mama.
Cirila no aceptó la espera. Buscó una segunda opinión, pagó de su bolsillo la aguja Tru-Cut para acelerar la biopsia y, con resultados en mano, corrió entre consultorios, hospitales y laboratorios, para que su médico pudiese extraerle el material de la biopsia.
Al tener la muestra su doctor le dijo que debía llevarla a un laboratorio privado para tener los resultados mas rápidos. “Los cuartos no me los voy a llevar”, le dijo al oncólogo cuando este le explicó los costos para adelantar estudios.
En días ya tenía confirmación: cáncer de mama en etapa tres, la cual se define como un tipo de cáncer localmente avanzado que se caracteriza por un tumor grande que se ha diseminado a los ganglios linfáticos cercanos o a tejidos adyacentes, pero sin llegar a órganos distantes.
La derivaron al Instituto Nacional del Cáncer Rosa Emilia Sánchez Pérez de Tavares con el objetivo de comenzar a combatir esta enfermedad más rápido.
Ese mismo impulso que la hizo insistir en la consulta marcó el resto del tratamiento: Cirila paso por 20 secciones de quimioterapias y 28 radioterapias.
La quimio le dejó peladita; la radio le quemó el pecho. Los olores le revolvían el estómago: el ajo, los detergentes, los pasillos del súper. Pero no se rindió. “Mis hijas me subieron el ánimo. Una me dijo: mami, el cáncer no mata; hay tratamiento. Y me lo creí”, dice con los ojos llorozos, mientras sus manos abrazan el pañuelo rosa de la lucha contra el cáncer. Su fe también la sostuvo: “Dios me dejó este testimonio para hablar de Él”.
El 24 de octubre de 2016 la operaron. Veintiún días después, nació su único nieto varón. “Yo quería conocerlo. Cada cumpleaños le doy gracias a Dios porque estoy ahí para cargarlo y tirarme la foto.”
Hoy, nueve años después, Cirila es una mujer nueva. “Antes del cáncer vendía frituras en el río Higüero; ahora enseña manualidades. Es profesora de aretes, collares, flores. “Enseñar me ha dado propósito y alegría. El cáncer me hizo descubrir quién soy”, cuenta con los ojos llenos de lágrimas.
Su agradecimiento es profundo, no solo hacia los médicos del oncológico, sino también hacia la enfermedad que cambió su destino. “Estoy agradecida hasta del cáncer, porque me enseñó a valorar la vida. Tal vez yo iba por otro camino, trabajando sin parar, sin saber quién era yo. Ahora me conozco”.
Hace cuatro años su doctora le dio la noticia que esperaba: “Después de cinco años, si no le ha vuelto, ya eso no le va a volver”. Cirila lo celebró con una sonrisa, un baile y un sueño cumplido. “Siempre quise tener mi carro, y un día apareció un Ferrari viejo, del 92. Yo dije: gracias, Señor, me permitiste cumplir mis sueños”.
A sus 66 años, Cirila se describe como una mujer en paz. Ha encontrado propósito en su testimonio y esperanza en cada palabra que pronuncia. “Yo digo que la palabra cáncer no es sinónimo de muerte. Es una oportunidad para aprender a vivir mejor, para conocerse y valorar lo que realmente importa”.
Su mensaje para otras mujeres es claro y conmovedor: “Que no se rindan. Lloren si tienen que llorar, pero no se queden ahí. Mientras el alma esté en la carne, hay esperanza. Y yo soy testigo de eso”.

