Por Michelle Muschett
La democracia es la única forma de gobierno que descansa sobre el ideal de la igualdad política y el respeto a las libertades individuales y colectivas. Esta característica la convierte en algo más que un sistema político: la democracia es una condición esencial para el desarrollo humano. El economista Amartya Sen nos enseñó que el desarrollo no puede reducirse al crecimiento económico ni a la acumulación de riqueza. Desarrollarse significa expandir las capacidades y libertades reales de las personas para llevar la vida que valoran. Sin democracia, el desarrollo es frágil e incompleto, ya que las personas no pueden ejercer agencia sobre la construcción de su futuro. Y sin desarrollo para todos, la democracia pierde legitimidad.
La democracia ofrece espacios, procesos y mecanismos para la voz, la elección y la rendición de cuentas, unos elementos esenciales que son para ampliar oportunidades y libertades. Cuando las personas pueden influir en las decisiones y contribuir al bienestar colectivo, se incrementan las posibilidades de que el desarrollo y la prosperidad puedan ser accesibles para todos, y aumentan las posibilidades y condiciones para una mayor cohesión social.
Sin embargo, en América Latina y el Caribe esas promesas de la democracia siguen inconclusas. Aunque la región ha consolidado instituciones democráticas en las últimas décadas, las brechas en servicios básicos, las desigualdades persistentes y una desinformación creciente han debilitado la confianza ciudadana en que la democracia se traduzca realmente en igualdad y más libertad.
Las desigualdades como barreras estructurales
En teoría, la igualdad política debe traducirse en mayor igualdad en términos de bienestar. Pero esa asunción se vacía ante un contexto de profundas y persistentes brechas sociales y económicas que dificultan cualquier forma de igualdad.
América Latina y el Caribe sigue siendo una de las regiones más desiguales del mundo: el 1% más rico concentra casi la mitad de la riqueza, mientras que muchos hogares en condiciones de pobreza pagan más impuestos indirectos de lo que reciben en transferencias. Mientras algunos acceden a sistemas de salud y educación comparables a los más países ricos del mundo, otros viven realidades cercanas a las de los países más rezagados en términos de desarrollo. Además, más de la mitad de la población carece de mecanismos para enfrentar un shock moderado sin caer en pobreza, un 31% permanece en condición de vulnerabilidad y las altas tasas de informalidad laboral vulneran la calidad del empleo, aumentan la exclusión y reducen la movilidad social.
Cuando las personas no tienen acceso a la salud, la educación, o un empleo digno, cuando el Estado no tiene la capacidad de proteger derechos, la democracia deja de ser un espacio de libertad y se vive de manera radicalmente distinta según quién seas y dónde vivas. Para algunos, es una realidad tangible; para otros, apenas una palabra sin contenido.
Aunque la mayoría de los ciudadanos en América Latina y el Caribe siguen considerando la democracia como el mejor sistema de gobierno, cada vez son más los que cuestionan su capacidad para resolver problemas esenciales y mejorar sus vidas. Un 65% de la población se declara insatisfecha con el funcionamiento de la democracia, y un preocupante 41% está abierto a alternativas autoritarias. Esto nos debe alarmar, pero también movilizar: para que la democracia pueda cumplir su potencial como vehículo de desarrollo humano, es imperativo abordar las desigualdades estructurales.
Desinformación acelerada: una amenaza con nuevas herramientas
A estas brechas se suma un otro desafío: la desinformación. Aunque no es un fenómeno nuevo —la manipulación informativa ha existido siempre—, hoy la desinformación circula en un ecosistema digital de muy alta velocidad dominado por algoritmos que priorizan lo sensacional sobre lo veraz. Noticias falsas, campañas de desprestigio y ataques sistemáticos a las autoridades electorales erosionan la confianza en las instituciones. En tiempos electorales, estas dinámicas distorsionan la deliberación pública y socavan la posibilidad de que la ciudadanía ejerza sus libertades de manera informada.
El peligroso cóctel de desigualdades estructurales, desinformación acelerada y malestar emocional está generando dudas cada vez más extendidas sobre la capacidad de las democracias para cumplir con lo que prometen. Y no se trata de una percepción aislada, sino que los datos lo respaldan: entre 2000 y 2024 el apoyo a la democracia en la región cayó del 60% al 52%. Eso significa millones de ciudadanos y ciudadanas que ya no están convencidos de que este sea un sistema que les funcione para ofrecer bienestar, proteger a todos y garantizar libertades.
Incluso frente a este desencanto, la vocación democrática sigue viva. América Latina y el Caribe continúa siendo la región en desarrollo más democrática del mundo. Y eso no es menor, ni puede darse por sentado. La paradoja es clara: mientras la región se mantiene como la más democrática del mundo en desarrollo, la insatisfacción con su funcionamiento crece y amenaza su legitimidad.
Enmendar la promesa democrática
Una democracia se reconoce también en su capacidad de ser cuestionada, de escuchar a una ciudadanía crítica y de renovarse para responder a los desafíos de su tiempo. Las señales de malestar no son necesariamente una sentencia, sino un llamado a la acción, que comienza por reconocer las fallas y tener la firme voluntad de reencauzar el rumbo. Una cosa es clara: lo que funcionó en el pasado ya no será suficiente en el futuro, que depende de la capacidad de nuestras democracias de adaptarse sin perder su esencia.
La legitimidad de las democracias dependerá en gran medida de su capacidad de garantizar resultados tangibles en la mejora de la calidad de vida de las personas y en las posibilidades de ejercer su agencia en la construcción de su futuro. Enmendar la promesa democrática y recuperar la confianza de la ciudadanía solo será posible a través de su íntimo vínculo con el desarrollo.
Pero las estrategias de desarrollo en la región también necesitan repensarse. El último Informe Regional sobre Desarrollo Humano del PNUD, “Bajo presión: Recalibrando el futuro del desarrollo en América Latina y el Caribe”, sugiere que, en un contexto de crecientes incertidumbres, crisis recurrentes y superpuestas y rápidas transformaciones, la única forma de garantizar el desarrollo humano de forma sostenible es situando la resiliencia como eje central. Propone un desarrollo humano resiliente como habilitador de agencia y protector de libertades efectivas de las personas, y también como una hoja de ruta para el desarrollo en la región.
Una guía renovada para el desarrollo en la región implica trascender los instrumentos tradicionales de reducción de pobreza y ampliar la cobertura de los sistemas de protección social; garantizar la presencia del Estado en todas las regiones, fortaleciendo la gobernanza local y los mecanismos de participación ciudadana para mejorar la cobertura y eficacia institucional; desarrollar una base digital sólida enfocada en la innovación y el cierre de brechas, todo basado en la eficiencia, la inclusividad y la rendición de cuentas. Ante este cambio de paradigma, la democracia emerge como el único sistema que, además de representar un valor intrínseco, representa un medio instrumental y constructivo del desarrollo que promete enriquecer la vida de los ciudadanos a través de la libertad política y el ejercicio de derechos civiles y políticos.
Hoy América Latina y el Caribe tiene la oportunidad —si así lo decide— de demostrar al mundo que democracia y desarrollo no son promesas incumplidas; son motores inseparables de un futuro compartido de prosperidad y libertad.
Michelle Muschett es Subsecretaria General de las Naciones Unidas, Administradora Auxiliar y Directora de la Dirección Regional para América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).